Hoy es 25 de diciembre. La madrugada larga se ha apagado lentamente. He vuelto a mi corazón. He recordado. Han aparecido muñecos rotos, pelotas quebradas por el olvido. Y has aparecido madre. Con todos tus años que me dedicaste. Con toda la malcriadez que soportaste por el mayor de tus hijos. El más inteligente, según tú, pero el más bruto según consenso de tus hijos que te amamos sin reservas ni tapujos.
Sirvan estas palabras para contar el sueño que te cumplí. Cuando nos contaste que Tila -tu madre- la navidad era una cosa rara para ese hogar campesino, agrio. “¿Qué cosa era eso del panetón o abrir un regalo? Nada. Tila no creía en eso. Soñé de niña con una muñeca africana que vi en la calle Callao. La vi varias veces. Al parecer nadie la compraba por ser negra. Me moría por ella. Yo le dije a Del que me la comprara. Él bien vivo, me dijo que lo haría si cargaba por él las latas de agua para darles de beber a los animales. Cuando llegó navidad, se la pedí. Pero él me engañó, me contó que fue a comprarla y que ya no estaba. Me puse triste. Yo quería esa muñeca. Cuando volví por la librería, mis ojos desviaron su mirada. No quería ver ese sitio vacío. Pasé de largo…”
Mamá, con su castellano culto y florido, nos siguió contando que su hermano fue bien “m”. porque ella a los dos años volvió a ver a la muñeca sentada en el mismo lugar. No le dijo nada, porque ya la adolescencia le alejó esas ganas de querer juguetes en navidad. Sin embargo, movió algo en mí. Fui a buscar esa bendita muñeca que nunca tuvo en su infancia. No encontré ninguna. Todas eran blancas y rubias. Flaquísimas. Vestidas a la moda. Sus ojos azules, verdes, no dejaban de mirar a los que querían comprarla. Ninguna tienda tenía el regalo de mi mamá. Fui a todos los mercados. Tropecé con esa procesión en la que se convierten las calles Amazonas, Grau, Ayacucho y La Mar. Nadie la tenía. Ni en el mercado Modelo, Polvos azules, existía la bendita negrita con la que soñó mi viejita. Di por sentado que no la iba a conseguir. Cuando de pronto, miré el puente amazonas y lo crucé. El río Ica lucía en sus mejillas la basura que le echan desde siempre. No pierdo nada con buscar entre los juguetes de segunda, me dije. El vendedor me dijo que buscara sin compromiso. Cientos de ositos, muñecas, soldaditos, Batman, Spiderman, salían a saludarme para llevarlos conmigo. De pronto, gordita, brillante, con los vestidos sucios y raídos, la vi. Era igualita a mamá. Me costó tres soles. Pero no podía regalársela en esas condiciones, así es que fui donde la costurera. Se rio por el pedido que le hice. ¡Qué muñeca para fea! No le dije nada.
En dos horas Pasita, cómo le puso mi mamá, lucía hermosa, graciosa. Su sonrisa eterna era apretada por esos cachetes tan grandes como la sorpresa que me llevé cuando mi madre la vio. Pensó primero que le traía una licuadora nueva, luego una plancha, hasta que apareció esa añoranza de infancia. Me asusté porque su corazón casi se detiene. Se puso a llorar como una niña. La respiración se le dificultó. La senté. Le traje un vaso con agua. Bebió sin dejar de sujetar en ningún momento a su muñeca. Yo también puse mis lágrimas al aire.
Ese ser que tenía frente a mí no era mamá, era la niña a la que nunca le pudieron comprar esa muñeca gorda, reilona, cabellos canuto. Jamás pensé las emociones que iba a provocarle. Solo sé que ella fue feliz un 25 de diciembre de 1999.
César Panduro Astorga
Texto extraído del libro Los Intocables